Luís

Yo todavía era niño. Pero también si hubiera sido mayor, no habría podido decir como el carpa se hubiera explicado a si mismo su curioso viaje. Es que algunos amigos míos se habían permitido una jugarreta con él. De noche, clandestinamente lo habían sacado de su estanque con una red. Lo habían llevado en un cubo a través de bosques y campos por muchos kilómetros. La piscina en el jardín de mis padres debería ser su nuevo hogar. Tengo que admitir: No fue poco nuestro asombro cuando lo vimos nadando sus rondas en el agua. Me parece que fue en septiembre. Ya no se echaba cloro al agua, la temporada de nadar casi se había acabado. Entonces pez y ser humano ya no se hacían tanta competencia el uno al otro, y así Luís, como lo llamamos, podía quedarse allí por el momento. Vino el invierno y con él una espesa capa de hielo.
En la primavera, el agua fue cambiada. Como se puso en manifiesto , Luís había superado bien el invierno. El consejo familiar acordó devolverlo a su hogar. Otra vez Luís fue despachado en un cubo. Lo más grande que pudimos encontrar era un cubo ya inservible de pintura. Siguiendo caminos de bosque y de campo, nos fuimos para devolverlo a sus amigos y familiares. En el cubo, Luís dio sus vueltas, en círculos bastante pequeños, porque había crecido durante el invierno, y un viejo cubo de pintura no es una casa señorial para un carpa. Encima de eso, la mitad del agua se nos derramó a lo largo del camino. Pero finalmente llegamos. Con un empuje Luís acabó en su estanque para reencontrar sus viejos conocidos. Lo que hizo después fue muy sorprendente: Luís dio sus vueltas allí, pero lo hizo como que si no se encontrara en un estanque sino en un pequeño cubo, como antes. Trazó seis o siete círculos de un diámetro inferior a medio metro. Después los círculos se convirtieron en una espiral, estrecha al inicio y ampliándose más y más. Finalmente Luís comprendió donde se encontraba. En una larga línea se disparó fuera de su órbita de cubo.

(Por Stefan Hammel, traducción: Bettina Betz)

El cine a través del escaparate

Llovía. No había clase. Como cada sábado por la mañana, ella estaba detrás del mostrador de cristal donde se exponían panecillos, pasteles y otros productos de panadería y de pastelería para la venta. A través del escaparate veía como el viento barría las hojas de los arboles revoloteándolas por la calle.
Delante de la tienda una mujer luchó con su paraguas. Encima, en el escaparate, había una inscripción con letras gruesas que decía: “Panadería Müller”, en escritura invertida, desde luego, para alguien que lo leyese desde adentro. Cuando ella estaba sola y no tenía que atender a clientes, le gustaba imaginarse que este escaparate fuera una pantalla de cine y que lo que veía detrás de él fuera solo una película.
En su fantasía entonces cambiaba la escena. Los coches se volvían en carruajes, las hojas en pájaros y, por ejemplo, esta mujer con el paraguas se convertía en su madre luchando contra un dragón furioso. Especialmente esta imagen le divertía mucho. Su madre, que lo entendía todo mal, que malinterpretaba sus palabras, que sabía convertir lo bueno en malo y lo malo en bueno, probablemente también hubiera podido superar un combate contra un dragón furioso o por lo menos hubiera conseguido un empate. Hasta el próximo combate.
La mujer con el paraguas había desaparecido hace tiempo. Ahora ella se imaginaba, pues, qué le gustaría escribir en el escaparate en lugar de la palabra aburrida: “Panadería Müller”. ¿Qué tal si fuera “eres importante para mí”, “de todas formas te quiero” o “me enojo contigo porque te quiero”? O quizás también: “Te enojo …”. Sonreía un poco pensando en esto. Se figuró el efecto que tuviera esta inscripción en la gran luna del escaparate. Toda la gente que pasara por la panadería podría leerla, también su madre. Ella se figuraba entonces la inscripción: “Eres importante para mí”. ¿Podría su madre finalmente entenderla entonces a ella? Se la imaginó parada delante del escaparate, frunciendo y meneando la cabeza. Entonces se le ocurrió la idea: “Tienes que colocar tus palabras en escritura invertida.”

(Por Stefan Hammel, traducción: Bettina Betz)

La flor en la isla

En una pequeña isla en medio del océano extenso crecía una hermosa flor amarilla de oro. Nadie sabía cómo había llegado allí, porque en esta isla no había ninguna flor aparte de ella. Las gaviotas venían volando para contemplar este milagro con asombro. “Es linda como el sol”, decían. Los peces venían nadando. Levantaban las cabezas encima del agua para admirarla. “Es linda como un coral”, decían. Un cangrejo salió a la tierra para mirarla. “Es linda como una perla en el suelo del mar”, dijo. Y todos venían casi cada día para admirar esta flor.

Un día, cuando volvieron para contemplar la flor, se encontraron con que los pétalos dorados de la flor se habían vuelto marones y secos. “Ay de nosotros”, dijeron las gaviotas, los peces y el cangrejo. “El sol quemó nuestra flor. ¿Quién ahora nos refrescará el corazón?”. Y todos se pusieron tristes.

Pero algunos días más tarde apareció en lugar de la flor una maravillosa bola de color blanco tierno. “¿Qué es eso?”, preguntaron los animales. “Es tan blando como una nube”, dijeron las gaviotas. “Es tan ligero como la espuma de las olas”, dijeron los peces. “Es tan fino como el resplandor del sol en la arena”, dijo el cangrejo. Y todos los animales se alegraron.

En este momento un golpe de viento barrió la isla y sopló este milagro blanco dispersándolo por ella en miles de copos. “Ay de nosotros”, hablaron las gaviotas, los peces y el cangrejo. “El viento ha dispersado nuestra bola. ¿Qué alegrará nuestro ánimo ahora?” Y todos estaban tristes entonces.

Un día por la mañana, al levantarse el sol sobre la mar, allí en la luz dorada matinal relucieron cientos y cientos de hermosas flores color amarillo de oro. Entonces bailaron las gaviotas en el cielo y los peces en el agua, y el cangrejo bailó con sus amigos una danza de rueda en medio de las flores, y todos se alegraron.

(Por Stefan Hammel, traducción: Bettina Betz)

El aroma del pan

“Mujer“, dijo el panadero, “me vuelvo más viejo y mis fuerzas están disminuyendo. Durante toda mi vida he hecho el pan para el pueblo. La gente venía aun de lejos para comprar mis panecillos. ¿Y cuando llegue el día en que yo tenga que dejar para siempre el cuenco de la amasadura, quién seguirá llevando el negocio?” Los dos no tenían hijos.
“Anda”, habló la mujer, “busca a un hombre joven que te eche una mano y a quien puedas enseñarle todo en cuanto a tu arte. Cuando seas viejo y ya no puedas trabajar, él podrá continuar con la tienda y estarás orgulloso de él como de tu propio hijo.”
Dicho y hecho. El panadero hizo divulgar por los pueblos vecinos que buscaba a alguien al que le gustase hacer pan y que quisiera aprender este oficio de él.
En los días siguientes se le presentaron cuatro hombres jóvenes, y no sabía por cuál decidirse. Como la decisión le resultaba tan difícil, acudió a su esposa y le preguntó a ella lo que podía hacer. Dijo esta: “Haz venir a todos otra vez. Te diré a quién vas a tomar.”
Entonces el panadero pidió a los cuatro hombres que viniesen de nuevo. El primer hombre se presentó y la mujer le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Me gusta madrugar y me gusta acostarme temprano. Y un panadero se entera muy pronto de todas las novedades que se cuentan en el pueblo y en sus alrededores.”
Vino el segundo y la mujer le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Mis padres son difuntos y tengo que mantener esposa e hijos.”
Vino el tercero y le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Lo considero un honor hacerle a la gente el pan que dios nos ha dado.”
Vino el cuarto, y a él no le preguntó nada.
“Tomamos a este”, le dijo a su marido.
“¿Y por qué a él?”
“Al entrar aspiró profundamente el aroma del pan.”

(Por Stefan Hammel, traduccíon: Bettina Betz)

¿Dónde están las estrellas durante el día?

Ella tiene dos años y muchas preguntas. “¿Dónde están las estrellas durante el día?”, por ejemplo le pregunta a su padre.
“En el cielo”, contesta este, “así como por la noche.”
“¿Entonces están apagadas? Es que no brillan para nada.”
“¡Claro que sí! Siguen brillando. Pero el sol es tan luminoso que ya no se ve la pequeña luz de las estrellas. Es como cuando ya no oyes música baja si de repente alguien pone en marcha una máquina ruidosa. La música baja todavía está, solo ya no se la percibe. La música está acallada y las estrellas están deslumbradas.”
Ella piensa un momento y dice: “Ahora sé también donde están mis sueños durante el día cuando estoy despierta.”

(Por Stefan Hammel, traduccíon: Bettina Betz)

Coger zarzamoras

Cuando era niño, a menudo ayudaba a mis padres en el jardín. Me acuerdo de como mi padre me instruyó a cosechar zarzamoras: “Toma una mora en la mano y tira un poco de ella. No fuertemente, solo un poco. Si está madura, cae en tu mano por sí misma. Si no se suelta por sí misma, déjala. Todavía tiene un sabor agrio.”

El vuelo del águila

No sé si ya alguna vez hayas visto un águila. Claro, en el parque zoológico, pero en eso no estaba pensando. Si uno ve un águila en el zoológico, esa parece sin ganas, cansada y medio dormida. ¿Pues qué debería hacer? Un águila fue creada para volar, y eso no lo puede hacer en una jaula, en todo caso no verdaderamente. Lo que a mí me impresiona de las águilas es su fuerza y como la manejan. Se podría pensar que un ave tan grande también aleteara fuertemente cuando vuela. Pero eso no le hace falta a un águila. Traza círculos en el cielo, y aunque solo pocas veces mueve sus alas, puede subir hasta que la perdemos de la vista. ¿Cómo es que el águila sabe que es capaz de volar? Si un semejante animal pudiera hablar – creo que no empezaría a cuestionar la existencia del aire antes de ponerse a volar. Las águilas no necesitan pruebas. A ellas les basta de ser sostenidas. El resultado les sirve de prueba.

Un ángel para el camino

En el siglo anterior, en nuestra región vivía un hombre que era conocido por los milagros que sucedieron a menudo en su cercanía. Personas que habían sido declaradas incurablemente enfermas se recuperaron después de que él había rezado por ellas.
Ese hombre tenía una costumbre especial. Cuando se despedía de alguien, solía decir: “Te mando un ángel para que te acompañe en el camino.” Mucha gente se extrañaba de eso. Por un lado ya en aquel tiempo había muchas personas que no creían en ángeles. Y entre los otros había algunos que podrían haber dicho:” ¿Cómo puede mandar a los ángeles? Es que los ángeles sólo obedecen a dios.”
No sé si eso sea correcto. Incluso tengo dudas, si la gente que dice tales cosas en realidad entiende lo mínimo sobre los ángeles. Pero sé que mucha gente, que habían visitado a ese hombre, volvía a casa llevándose una paz profunda. Y desde ese mismo día se sentía amparada. Por eso me da igual lo que piensen los otros si ahora te digo: “Te mando un ángel para que te acomp

Margarita y Lucía

En la rendija de un muro vivían dos lagartijas, Margarita y Lucía. Lucía estaba todo el día echada en el muro tomando sol. Margarita pasaba la mayoría del tiempo buscando insectos para sí misma y para sus hijos. Cuando veía a Lucía echada en el muro, se enfadaba.
“¡Tú cómo gastas el tiempo! Si fueras lagartija decente, por fin te preocuparías del bienestar de tus hijos. ¿Qué es lo que haces todo el día allí arriba?” Lucía pestañó y dijo: “Recupero energía. De esta manera sí que hago algo para mis hijos.”
“Lo veo diferente”, gruñó Margarita. “Y un día te llevará el águila ratonera o el halcón.”
“Esperemos a ver qué pasa”, opinó Lucía y se desperezó en el sol. Margarita prefiría buscar presa en la sombra de los arbustos bajos. Pasaba mucho tiempo cazando hormigas. A menudo parecía cansada. Su vida estaba cada día más amenazada: Ya no tenía nada que contraponer a la rapidez de los gatos y a la de las comadrejas.
Los hijos de Lucía se volvieron fuertes y despabilados, todo como ella misma. Pronto empezaron cogiendo las arañas más gordas, los cárabos más rápidos y aun grandes libélulas. Pero lo que les gustaba lo más era echarse en el muro al lado de su madre y estirarse a la luz del sol.