“Mujer“, dijo el panadero, “me vuelvo más viejo y mis fuerzas están disminuyendo. Durante toda mi vida he hecho el pan para el pueblo. La gente venía aun de lejos para comprar mis panecillos. ¿Y cuando llegue el día en que yo tenga que dejar para siempre el cuenco de la amasadura, quién seguirá llevando el negocio?” Los dos no tenían hijos.
“Anda”, habló la mujer, “busca a un hombre joven que te eche una mano y a quien puedas enseñarle todo en cuanto a tu arte. Cuando seas viejo y ya no puedas trabajar, él podrá continuar con la tienda y estarás orgulloso de él como de tu propio hijo.”
Dicho y hecho. El panadero hizo divulgar por los pueblos vecinos que buscaba a alguien al que le gustase hacer pan y que quisiera aprender este oficio de él.
En los días siguientes se le presentaron cuatro hombres jóvenes, y no sabía por cuál decidirse. Como la decisión le resultaba tan difícil, acudió a su esposa y le preguntó a ella lo que podía hacer. Dijo esta: “Haz venir a todos otra vez. Te diré a quién vas a tomar.”
Entonces el panadero pidió a los cuatro hombres que viniesen de nuevo. El primer hombre se presentó y la mujer le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Me gusta madrugar y me gusta acostarme temprano. Y un panadero se entera muy pronto de todas las novedades que se cuentan en el pueblo y en sus alrededores.”
Vino el segundo y la mujer le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Mis padres son difuntos y tengo que mantener esposa e hijos.”
Vino el tercero y le preguntó: “¿Por qué quieres hacerte panadero?”
“Lo considero un honor hacerle a la gente el pan que dios nos ha dado.”
Vino el cuarto, y a él no le preguntó nada.
“Tomamos a este”, le dijo a su marido.
“¿Y por qué a él?”
“Al entrar aspiró profundamente el aroma del pan.”
(Por Stefan Hammel, traduccíon: Bettina Betz)